Vestidos largos y lujosos
de seda adornados con las perlas más caras de toda Europa, chaqués
impecables lucidos por los señores que dominaban las zonas más
ricas del continente, niñas pequeñas con modales de toda una dama,
ese era el ambiente que se respiraba aquellos días. Todas las noches
había cenas y bailes donde los señores se fumaban sus puros
mientras sus mujeres se retocaban y hablaban en el tocador.
El tocador de mujeres era
aquel sitio siempre impecable donde las mujeres a parte de retocarse
su maquillaje hablaban de todo aquello de lo que no era propio hablar
en la mesa. No era el primer tocador al que acudía y, sin embargo,
aquel derrochaba luminosidad y belleza por cada centímetro que lo
componía.
Allí estaba yo, con un
traje azul de seda y unas bellas perlas blancas mientras miraba a mi
alrededor. Yo era joven, quizás demasiado para entender de lo que
hablaban aquellas mujeres, pero me maravillaban más aquellos grandes
y dorados espejos que saber con quién compartía aposento Benjamin Guggenheim cuando su mujer no estaba.
Mi madre, en cambio,
estaba más metida en la conversación de lo normal, dado que ella no
era una mujer especialmente interesada en aquel tipo de cotilleos. De
hecho, era la única que proponía teorías mientras las demás ya se
habían cansado del tema. Supongo que el vino y el champagne de la
comida se le habían subido demasiado a la cabeza.
Salí de aquella ruidosa
habitación con el fin de olvidar todos aquellos rumores. Se
respiraba aire fresco por aquellos largos pasillos, las ventanas
reflejaban una claridad equiparable con la esperanza que sentía.
Aquellos espejos reflejaban mis sueños de crecer, de volar con el
mar, y, sobre todo, de nunca abandonar aquel barco.
El Titanic reunía mi
mayor sueño, los libros y el mar. Me sumergía en ellos mientras mi
fiel compañero surcaba los mares. Adoraba leer, más que cualquier
otra cosa en el mundo, y aquella biblioteca era más bella que cien
escalinatas juntas. París se quedaba pequeña a su lado, nada había
como mi amada biblioteca de mi, siempre amado, Titanic.
Pasaba allí todas las
horas que conseguía huir de mi madre, leyendo libros hasta quedarme
dormida encima de ellos. Viví mi vida entera cien veces en aquellas
hojas y en el libro que cautivó mi corazón hice un juramento
firmado con mi estilográfica “Nunca te abandonaré, Titanic”.
En aquel momento no pude
advertir la seriedad de mis palabras, promesa que cumplí hasta el
último de mis días, ya que aquella feliz noche del 14 de abril de
1912 supe dónde debía ir, dónde descansaría siempre segura.
Se puede decir que allí
viví la mejor y última época de mi vida, que allí aprendí a
soñar, a ser valiente y a decidir mi futuro, y mientras el Buque de los Sueños se
hundía, y yo con él, no dudé ni un segundo de que aquel era mi
sitio, y que realmente nunca le abandonaría.
[Elena Domínguez Marín]
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